El filósofo Hobbes lo popularizo en el siglo XVII, y Herman Hess escribió esta frase, una vez más, en su ora “El Lobo Estepario”. Y desde mi  punto de vista, es una de las frases más acertadas cuando hablamos del hombre. Forma parte de la naturaleza humana competir, luchar, y dañar a los de nuestra propia especie, y lo que es peor, no solo por supervivencia.

No tenemos que hablar de terrorismo, de asesinatos, de genocidios, o de guerras, para entender esta frase. No tenemos que pensar en mentes enfermas, ni en desórdenes mentales. Tampoco necesitamos referirnos a los horrores que se cometen contra la humanidad en cada rincón del planeta. En todas estas situaciones, es más que obvio, que el peor enemigo del hombre, es el hombre. Es su mayor peligro, pues utiliza su ingenio racional, y la cultura compartida.

Pero también podemos verlo en el día a día. En nuestras relaciones, trabajo, situaciones cotidianas. Con que facilidad se pierden los escrúpulos  a la hora de dañar al prójimo. De causarle algún mal. A veces, por desgracia, a cambio de nada. Por prejuicios. Nos importa poco. Ya no solo cuando se trata de una venganza, (incluso basada en algo ficticio que pensemos nos han hecho), basta solo si con ello, conseguimos algún beneficio, por muy pequeño que sea, a corto plazo o pensando en tener un posible efecto positivo para nosotros, o “problema resuelto”  de futuro. O si con ello, nos sentimos superiores a otros. O si descargamos en otros, nuestras propias frustraciones. ¿A cambio de qué?

¿Hasta qué punto nos importan los demás? ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a engañar, traicionar, manipular al otro? ¿Con una u otra finalidad?  ¿Dónde y con quien empieza y termina nuestra lealtad? En ocasiones, la lealtad está ausente con la gente que se supone queremos. Esta es la verdadera deslealtad.

Por ponerse teóricamente “a salvo”, incluso antes de tiempo, el hombre es capaz de atacar, de dañar a otros, directa o solapadamente. Por imaginar cosas sobre el otro, que no son ciertas, se puede actuar contra él, sin ningún soporte real. Por envidia y deseo de poseer lo que el otro tiene, el ser humano critica, actúa en contra, a veces, odia, produciendo con ello más odio y dolor. Por sentirse superior en algún sentido, casi siempre ideológico, se cometen atrocidades. Se llega también a matar, por una u otra causa.

El egoísmo se impone a la generosidad. La fuerza bruta, al raciocinio. La manipulación del débil a la justicia social. La tiranía, a la mansedumbre. ¿Esto es lo que llamamos “ser fuerte”?. Desgraciadamente, así se denomina, en muchos casos. Pero no se entiende bien el término. Con toda seguridad.

El fuerte en este caso, es el que piensa en los demás. El que vive y deja vivir, ayudando en su camino al prójimo en la medida de sus posibilidades.  No viviendo esto, como una superioridad, sino como declaración de igualdad, a la vez que una diferenciación entre las personas, como un valor añadido a la existencia.

El que se siente fuerte, lo vive como un privilegio que comparte, y pone al servicio de otros. El fuerte es el que no necesita depender de lo que pase en la vida de los demás, sino que vive su propia vida, sin fijarse en la ajena, y sigue sus propios criterios, sin tener que imitar.

¿Hasta dónde estamos dispuestos a avanzar en el conocimiento de otros, si esto no nos proporciona un claro beneficio? ¿Nos esforzamos por comprender a otros? Mi pregunta llegaría aún más lejos. ¿Nos esforzamos por querer al prójimo ?… o mejor… ¿nos escondemos  y defendemos del?

¿No merecería la pena ser más compasivos y ponerse en el lugar de otros? Los demás no son distintos.  Sienten, aman, sufren, ríen, lloran… No están exentos de pasar por el sufrimiento, la enfermedad y la muerte. No se libran de perder a seres queridos, de perder también otras muchas cosas en el camino, de pasar vicisitudes y penurias. De envejecer. El famoso boomerang que siempre vuelve, vuelve para todos. Porque nadie está exento de cometer errores. Pero si son contra otros, deberíamos esforzarnos  por que no fueran mal-intencionados. El concepto de ética debería ser más “universal”, y no depender tanto de las propias vivencias, ni de los sentimientos personales… pero desgraciadamente, no es así.

Es muy difícil querer, si te han hecho daño. Es difícil sentir por los demás cuando la vida te ha golpeado una y otra vez. Y a todo el mundo le pasa. Tarde o temprano. Pero esa es la fuerza del ser humano. Y ahí reside su integridad. La fuerza hace que no nos dobleguemos. Que no tengamos que luchar indiscriminadamente contra “todos los otros”. Solo cuando realmente se trate de una defensa de esta integridad, o de nuestros seres queridos. O por la defensa de nuestros derechos. O por motivos objetivamente justos, humanamente avalados. La lucha solo así, debería estar justificada, pero nunca por envidia, debilidad o egoísmo. Pues es el débil quien maltrata al débil.

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